23 de marzo de 2013

En Ilha de Moçambique, África se mezclaba


Hay muchos lugares en el África-mito que aleccionan. Donde uno siente que está aprendiendo o recibiendo enseñanzas existenciales que nunca, nunca olvidará.
Pasear por Ilha de Moçambique (Mozambique) mezclaba dos placeres: el regocijo viajero y el agrado de la tranquilidad. Desprendía tanto altivez colonial como normalidad en el diario vivir.
O subsistir.
Callejear cuando el sol caía en el horizonte entre aquellas ancestrales casas coloniales -reformadas, unas; pintadas pero abandonadas a su suerte, otras-, caminar entre aquellos árboles centenarios caídos por el entonces reciente huracán del que además se veían otros destrozos y observar a aquellos vecinos sentados ante las puertas abiertas de sus casas en las que se intuía la magia de añejos aristócratas ocupantes, fueron unas de las muchas docencias que le imprimió África. Otra, contemplar el poblado Makuti, en mitad de la isla como un barrio más, hundido en su inquietante foso, abarrotado de pobres pobladores, humildes pescadores, antaño siervos de colonos y semi esclavos de miseria.

-Primer plano del poblado Makuti-

Ilha de Moçambique, isla de antiguos comerciantes, negreros, embajadores del mundo y monjes obesos y mandones. Fue mágica, aunque nunca supo por qué.
El viajero insatisfecho no puede asegurar ahora que contempló el atardecer más inverosímil de su vida pero sí el de mayor quietud. Desde que atravesó, un mediodía de marzo, aquel estrecho y largo puente que unía la isla al continente pensó que era un lugar seductor.
La abandonó cuando todavía el sol no había dado señales de alborear. Atravesó de nuevo, en dirección contraria, el puente que le alejaría de allí, kilómetros y kilómetros.


Copyright © By Blas F.Tomé 2013

12 de marzo de 2013

El bosque sagrado de Kpassé



Como llegó a Ouidah (Benin) el día siguiente de la señalada festividad del vudú (10 de enero), no había podido disfrutar de la compleja imaginería de esta ‘religión bailada’ como se considera al vudú. Posteriormente, se enteraría de que realmente el 10 de enero no fue un día interesante en la vida de otros mochileros-visitantes pues la cita se redujo a mucho bla, bla, bla de las autoridades, bienvenidas, recuerdos y agradecimientos pero poca actividad fuera de lo común.
Por ello, decidió irse al bosque sagrado de Kpassé, en uno de los barrios de la ciudad, pues el libro-guía ‘lo vendía’ como el mejor lugar para captar un poco la esencia de esta religión tan confusa, con sus estatuas, mitos y leyendas. El nombre del bosque era el mismo que el de un antiguo rey de Savi, localidad cercana, que fundó la ciudad de Ouidah. Fue Kpassé, hijo del primer rey, quien inició los primeros contactos con los navegantes portugueses que empezaban a explorar las costas africanas, allá por el siglo XV.
Era necesario un guía para acceder a tan sugerente lugar pero sus explicaciones resultaban un poco ‘extrañas’ a los oídos profanos, al menos a los oídos del viajero insatisfecho por sus alusiones a poderes mágicos, zonas tabú, incluso, a las facultades esotéricas de los murciélagos allí aposentados. Bueno, nada fuera de lo normal sabiendo como sabía que Kpassé fue primero rey y, a su muerte, permutó y se reencarnó en un iroko, árbol majestuoso y –según pudo comprobar- muy envejecido. La historia no era muy realista, más bien -diría- surrealista.
El sitio llamaba al recogimiento y al silencio si no fuera por los miles de murciélagos colgados de las ramas de otros grandes irokos (no del iroko-dios) que, al verse sorprendidos, comenzaron con sus gruñidos. Nada más entrar, allí estaba la estatua de Legba, otro dios, que lo era de la virilidad y de no sabe cuántas cosas más, representado con grandes cuernos y un sensacional miembro viril, envidia de viajeros.
Era el primer dios allí situado pero uno más de las muchas, enigmáticas y extravagantes estatuas del bosque sagrado de Kpassé.
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3 de marzo de 2013

La granja de cocodrilos de Arba Minch


La granja de cocodrilos se encontraba a unos 6 kilómetros de Arba Minch (Etiopía), no lejos del lago Abaya. Para acercarse hasta allí, el viajero insatisfecho alquiló una bici y se dejó acompañar por uno de los muchos jóvenes que se ofrecían para ello con el fin de ganarse un plus a cuenta del faranji [cajero-automático-turista-blanco]. Aquel sillín de la bicicleta, duro como hormigón, le iba dañando sus partes más delicadas de la entrepierna según pasaban los pocos kilómetros. Harto, a la vuelta elegiría otro medio de transporte, ayudado por el menesteroso joven que le acompañó.
En la granja había varios miles de crias de entre uno y seis años. Los cocodrilos se criaban a partir de los huevos que se recogían del lago, donde la abundancia de estos grandes reptiles permitía que Arba Minch fuera conocida como ‘la ciudad de los cocodrilos’. Gran cantidad de ellos eran reintroducidos de nuevo al lago para mantener el equilibrio natural. La estancia mantenía utilizables unos ocho o diez tanques, cada uno de ellos con centenares de ejemplares que vistos desde arriba aparecían aburridos, desganados, siempre de edad similar.
Siendo duros críticos -y cree serlo- la visita no merecía la pena. Nunca podría reemplazar el ver a los cocodrilos en la libertad del lago Chamo o el lago Abaya, cerca de allí. Quizás para los alumnos de un colegio de Aravaca -es un ejemplo- la inspección podría ser instructiva, una toma de contacto con la naturaleza y asombrosa por las características de la especie.
Nada más.
Un grupo de alumnos abandona la granja de cocodrilos

Nunca entenderá él mismo a qué fue allí, teniendo en cuenta su aversión hacia zoos y centros de experimentación animal.


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