29 de marzo de 2025

La Avenida de los baobabs, Morondava / Madagascar


De camino a la Avenida de los baobabs

La ruta o carretera RN7 recorría el centro del país —de sur a norte— hacía Antananarivo. Ahora, el viajero insatisfecho transitaba por esa ruta. Desde Fianarantsoa hacía el norte, la próxima escala sería en Antsirabe. Pero una breve escala, pues había pensado dirigirse hacia Morondava, una apartada ciudad al oeste del país, fuera de la ruta. Todo seguido, sin descansar, ni dormir, únicamente el tiempo suficiente para un cambio de transporte. Otro palizón más, pues lo previsto era pasar la noche en el minibús, lo que añadía aún más horas de transporte a su ya cansado “cuerpín”. Como así fue. Salió ya sin luz de Antsirabe. Una larga y oscura noche, con una breve parada para la cena, en un pequeño poblado donde la electricidad brillaba por su ausencia, hasta que el amanecer y la luz solar abrieron la posibilidad de panorámicas visuales sobre el paisaje atravesado. Extensas llanuras agrestes con arbustos ásperos, en apariencia, y pequeños montículos de la misma calaña. Pocas zonas de tierras cultivadas. Pararon a desayunar en un poblado bullicioso —humildes viviendas en medio de una llanura— que ya había empezado a vivir.

[Los malgaches madrugaban, y la actividad, sobre todo en las pequeñas poblaciones, comenzaba temprano].

¡Qué calor hacía en Morondava! Llegó a primeras horas de la tarde. La ciudad, a orillas del mar, era un verdadero horno. Con ese calor que penetraba en el interior de la piel y costaba desprenderse en las noches. ¡Qué difícil era conciliar el sueño!

Aunque, también, cayeron varios chaparrones que dificultaban los movimientos y paseos en el día.


Pescador y barco, en la playa de Morondava

Esta ciudad tenía una extensa playa donde llegaban los pequeños barcos con sus pocas capturas, durante la semana, y donde salían a disfrutar los lugareños, los fines de semana. Solamente, el domingo pudo observar grandes grupos de personas, y familias, disfrutando del relax playero. El hotel Menabe, donde se hospedaba, pertenecía a un empresario o familia musulmana. Había muchos lugares musulmanes en la ciudad y se hacía difícil conseguir una cerveza. En otros, en especial en uno donde comió uno de los días, la tenían en abundancia, y muy fresquita.

La visita a Morondava tenía como objetivo principal conocer la Avenida de los baobabs, donde se encontraba la mayor concentración de la especie más grande de baobabs del mundo: los Adansonia grandidieri. Según la leyenda —los lectores de estos escritos seguro que la conocen— los baobabs eran muy presumidos, por su hermosura y majestuosidad, y no paraban de crecer, siempre por encima de otros árboles. Los dioses, molestos por su actitud —y para “bajarles los humos”— les dieron la vuelta, dejando las raíces al aire. De ahí su aspecto, sobre todo cuando pierden la hoja.

También, eran los árboles odiados por el Principito (El Principito, de Saint-Exupéry) porque hacían peligrar su asteroide.

Bueno, independientemente de la leyenda y relato, esta avenida componía uno de los paisajes más impresionantes de todo Madagascar.


Avenida de los baobabs

Contrató un rickshaw motorizado para que le acercara al lugar (80.000 ariarys, unos 16 euros), distante de la ciudad unos veinte kilómetros, y poder apreciar lo que era un paisaje espectacular: grandes baobabs a ambas orillas de un camino, y también salpicados entre el paisaje cercano. Por este camino/avenida de tierra circulaban animales, personas y bicicletas, diseñando por sí solos naturales y preciosas instantáneas. Pasó la mañana recorriendo la zona. Se acercó, también, a un lugar —alejado— donde habían crecido unos baobabs unidos, “enamorados”, por su original composición.

Desde Morondava, intentaría ir a Bello-sur-Mer, una población de pescadores, —el libro/guía lo definía como interesante— pero no había transporte todos los días y, precisamente, el día pretendido no existía tal.

Siguiente destino: regreso a Antsirabe.


"Los novios", enamorados (dos baobabs)

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19 de marzo de 2025

Fianarantsoa, y alrededores / Madagascar


Ciudad alta / Vieille Ville, en Fianarantsoa, con sus calles empedradas

Era temprano cuando llegó a la parada de minibuses de Ranohira. El destino elegido para la siguiente “parada y fonda” (en este caso, más larga, más que "fonda") era la ciudad de Fianarantsoa. Antes de subir al minibús aparecieron dos chicas blancas, las primeras viajeras que me encontraba, y parecía que iban a tomar el mismo minibús. Hablaban español. “Parece que habláis muy bien español”, les dijo el viajero insatisfecho en tono bromista. “Si, es que lo estamos practicando”, contestó una de ellas siguiendo similar actitud. Eran de Teruel. Dos veteranas viajeras, con poca experiencia africana, pero con las que conversó durante el trayecto (se sentaban al lado). Además de la charla, admiraba aquellos campos que empezaban a oler a trabajo, a dedicación del pueblo betsileo, que decoraba los alrededores con su esfuerzo en el cultivo de arroz y vestía de verde los valles y laderas del territorio.


Casa en la Ciudad alta / Vieille Ville

Ellas se bajaban en Ambalavao, unos cuantos kilómetros antes. Era la primera vez que hablaba español, durante la semana que, más o menos, llevaba por aquellas tierras.

La ciudad de Fianarantsoa, a la que se dirigía, había sido construida en 1830 por la reina Ranavalona I, que quería la construcción de una ciudad gemela de Antananarivo. Al igual que en la capital malgache, un palacio real se convirtió en el elemento principal, y dominaba la ciudad con toda la majestuosidad desde su gran elevación. La tradición decía que las personas en óptimas condiciones permanecían en las alturas, no lejos del palacio del Gobernador (misma filosofía que la utilizada en Antananarivo con el Rova, o palacio de la Reina), mientras que los habitantes de condiciones más modestas compartían el pie del cerro, en señal de sumisión y respeto por los mayores.


Lémur de cola anillada, en la Ciudad alta /Vieille Ville, de Fianarantsoa

Era también la capital del pueblo betsileo, conocidos por su excelencia en el cultivo de arroz. Y ello se hacía presente en los campos por los alrededores que acababa de visualizar; en particular, las muchas terrazas existentes para su siembra, construidas, a veces, con especial maestría.

También, otra de las particularidades del lugar, era la línea de ferrocarril que unía esta ciudad con Manakara, una población costera ubicada a unos 160 kilómetros de distancia en la costa. Esta línea ferroviaria era conocida como el tren de la selva, y este mochilero quería realizar el trayecto.

Tuvo suerte con la visita a la Ciudad alta / Vieille Ville (donde se situaba el palacio), un barrio de la ciudad. En éste, estaba la catedral, otras iglesias, un antiguo mercado y una calle principal y aledañas empedradas al estilo europeo. Y se dejaba ver la influencia francesa en muchas de sus construcciones. Fue el primer destino de sus recorridos matutinos.

El intento de hacer el trayecto en tren hacia Manakara se quedó en intento. Primero, porque el tren ya no llegaba a esta ciudad y sólo hacía un recorrido de unos pocos kilómetros hasta una pequeña población en la selva, y segundo, que ese sábado, por avería, el tren no saldría. De todo esto, le mantuvo al tanto una bonita joven malgache en la taquilla de los billetes. Piel suave, en apariencia; color “café con leche”; permanente sonrisa, y mirada de paraíso inalcanzable.


Entrada al Parque

Lémures eduardsi, dentro del PN de Ranomafana

Adelantó el plan que tenía para el día siguiente y se fue a visitar el Parque Nacional de Ranomafana, a una hora y media de Fianarantsoa, que tenía más de 40.00 hectáreas de bosque húmedo. Recorrió el parque, vio uno de los lémures más difíciles de ver: el lémur eduardsi, y pasó una mañana estupenda paseando entre naturaleza malgache. Descansaría, luego, en la población de Ranomafana, un bonito poblado en un valle frondoso, entre montañas verdes —salpicadas de exuberantes palmas del viajero— a unos pocos kilómetros de la entrada al parque. Antes, una cena —no había comido aquel día— y una fría cerveza (THB).

Como en gran parte de Madagascar, incluida su capital, Antananarivo, la electricidad se cortaba sobre las nueve de la noche para volver con el alba. Se retiró a dormir, acompañado los primeros instantes por la luz de una vela.


De camino al pueblo de Ranomafana


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8 de marzo de 2025

Parque Nacional Isalo / Madagascar


Vista general del P.N. Isalo

Un poco resentido y molesto al no poder bajar más hacia el sur, siguiendo las sugerencias, inició su pausado recorrido hacía el norte. Ahora, sí, visitando y parando en los lugares que apetecían al viajero insatisfecho. Tratando, en lo posible, de no hacer trayectos muy largos, con muchas horas de minibús seguidas a las espaldas ¿Lo conseguiría? Fue muy temprano a la gare routière de Toliara (donde se encontraba), que no era otra cosa que un estacionamiento masivo de minibuses, hacia todos los rincones, en los laterales de una concurrida calle, pero su minibús no saldría hasta media mañana. El destino sería Ranohira, una población a las puertas del Parque Nacional Isalo.

El trayecto de unas cinco horas no le resultó excesivamente pesado. Los paisajes rurales malgaches, algunos arrozales, fincas sembradas de maíz y de muchos terrenos baldíos pasaron ante sus ojos. Sin olvidar los baches en la carretera que eran insistentes y le ocupaban gran parte de su atención. Viajaba en el asiento delantero, compartido con otro personaje malgache.

Lo primero al llegar a la población fue buscar un hotel donde poder pasar la noche, o noches necesarias para visitar el Parque Nacional Isalo que, en principio, dudaba de que estuviera abierto. Pero, sí. No solía cerrar —le dijeron— excepto en días concretos por la lluvia. Se acercó hasta el hotel Chez Alice, alejado del centro y bastante caro. Luego, entró a preguntar en el hotel Orchidée de l'Isalo, al lado de la parada del minibús, donde regateó el precio de la habitación y consiguió algo un tanto razonable.

[No siempre funcionaron los regateos en los hoteles durante la estancia malgache. En este, sí].

Lo que quedaba de tarde, lo dedicó a presenciar una manifestación muy concurrida que se dirigía a una explanada, donde escucharían al líder. Original, muy africana, con cantos, pancartas y bailes.


Manifestación en Ranohira

El Parque Nacional Isalo, que visitó al día siguiente, también después de un regateo con el guía local, se había constituido como Parque Nacional en 1962. Su orografía estaba compuesta de un macizo de acantilados y cañones, por los que circulaban ríos y arroyos, que con las lluvias podían ser peligrosos. Si era así, cerraban su acceso. Menos mal que la zona donde se ubicaba el Parque era poco lluviosa, aunque justo al abandonarlo, un fuerte chaparrón cayó sobre Ranohira y sus alrededores. Contenía, además, pozas y cascadas que, sin ser espectaculares, tenían su encanto.


Lémures de cola anillada

Contrató con el guía un paseo durante la mañana y primeras horas de la tarde (era posible, incluso, pasar varios días dentro del Parque). Un vehículo 4x4 los acercó de la entrada al comienzo del cañón, a unos seis kilómetros de la población. Allí inició un recorrido por este cañón en el que la vegetación y los acantilados componían un bello paisaje. Fue su primer encuentro, también, con lémures de cola anillada, todo un regalo de la naturaleza. No siempre eran visibles, aunque podían ser fácilmente audibles entre la maleza. También, serpientes —vio una— y camaleones de varios tamaños, aunque inofensivos.


Pie de elefante

Entre la vegetación existente, pudo admirar la palma del viajero —la consideraría “su talismán”— y también, el pie de elefante, un curioso arbusto —parecía un árbol en miniatura— adaptado a los lugares secos y calientes donde crecía. Era capaz de almacenar agua lo que le convertía aún en más resistente.

Por la orografía del terreno, resultó ser un trayecto cansado para este veterano mochilero, pero las panorámicas lo merecían. Desde lo alto de un cerro, al que subieron por una estrecha senda, admiró unas grandiosas vistas.

Fue un trayecto de descubrimiento de la naturaleza malgache. ¡Un placer! 

Cascada

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26 de febrero de 2025

Viaje hacia el sur de Madagascar, Toliara


Rickshaw, en Toliara

Estaba decidido. El trayecto de Antananarivo a Toliara lo haría de un tirón. Eran unos 900 kilómetros, y le habían dicho que tardaría unas quince horas. Demasiado, pero el viajero insatisfecho no se achantó. Tuvo que pasar la noche dentro del minibús, un transporte colectivo cargado hasta arriba (sí, en la baca iban también bultos, cajas, sacos e, incluso, una motocicleta y un gran pato). Apiñado, en un asiento estrecho y con olores sutiles, a ratos penetrantes, pasó no quince horas, sino veintidós. Atravesaría de prisa territorios en la noche que le apetecería visitar. Ya lo haría a la vuelta —de manera más pausada—, pues la ruta de regreso hacia el centro y norte era la misma, la RN7. A lo largo del recorrido hubo paradas para evacuar (varias), cenar, desayunar y cómo no, para dejar y recoger pasajeros, y más bultos. Era su primer recorrido largo por la isla y en la primera parada para la cena, sin saber que pedir, se aventuró con el plato típico, akoho (arroz, pollo o pescado, y sopa —algo parecido—) que, según observó, pedía la gente local que le acompañaba (era el único extranjero, y lo sería casi siempre en estos transportes locales). Tampoco había mucha variedad para elegir. Este plato se convertiría en el alimento-recurso en la mayoría de las paradas durante los trayectos en Madagascar.

Una vez amanecido, la pausa para el desayuno fue directamente en uno de esos mercados populosos de carretera, que estaba despertando, donde más que puestos para tomar algo había tenderetes de ropa, herramientas y otros cachivaches chinos. El café o el té siempre fue un buen recurso. Por los alrededores y de camino al destino, paisajes llanos, con vegetación de matorrales y pequeños arbustos que semejaban a palmeras en crecimiento.

El minibús hizo su entrada en Toliara sobre las cuatro de la tarde, veintidós horas después de haber salido de Antananarivo. Derrotado, cansado, sin haber dormido un solo minuto, alquiló un rickshaw para que le llevara al hotel Chez Alain —resultó estar a poco más de doscientos metros de la gare routière—. Este hotel, sería uno de los mejores en los que se alojaría a lo largo del viaje: un bungaló estiloso, cuidado y limpio, en medio de unos jardines con los mismos calificativos. Allí se alojaría dos noches que tenía contratadas a través de Booking (una oferta), la tercera noche le resultaría demasiado cara y daría con sus huesos en el hotel Paletuvier, más barato, pero de otro estilo.


Zona portuaria

Toliara era una ciudad portuaria, con cierto movimiento de grandes barcos de transporte. Cuando se acercó por allí estaba la marea baja, y una gran extensión de arena y tierra, con pequeñas barcas varadas, dejaba ver el puerto a lo lejos, pero le dio pereza alcanzar. De camino, vio varios pequeños hoteles, con algunos personajes blancos por los alrededores. Parecían veteranos marineros jubilados, dispuestos a pasar sus últimos días en aquellas latitudes. No lo confirmó.

Desde esta ciudad, que recorrería andando y en rickshaw (era la ciudad de estos vehículos a pedales, había miles), se acercó al poblado de Ifaty, alejado unos cuarenta kilómetros. La antigua “guía-libro” que llevaba lo señalaba como visitable. Era un sencillo poblado de pescadores, con una extensa playa. Los pescadores llegaban a ella, con sus pequeños barcos y capturas. Paseó por la playa, atendió a las mujeres que le querían vender pareos y artesanías, tomó una cerveza en uno de los sencillos bares playeros y, después de comer en un restaurante, ubicado bajo un gigantesco tamarindo, regresó a Toliara en un transporte local.


Playa de Ifaty


Gigantesco tamarindo: bajo su sombra comió

Tenía planes para dirigirse más al sur del país, pero según informaciones recibidas, en época de lluvias (estaba en ella) era poco aconsejable. Luego, se arrepentiría de haber atendido todas estos consejos y sugerencias, que serían bienintencionados, pero que, al fin y al cabo, le impidieron conocer los territorios más al sur.


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16 de febrero de 2025

Llegada a Madagascar: Antananarivo

Calle, frente al hotel, a la llegada

Dos o tres días antes de la salida hacia Madagascar se dio cuenta de que viajaría al país en época de lluvias. Antes, ni se había preocupado del tema.

Llegó a Antananarivo, capital del país, en un taxi procedente del aeropuerto. Cuando se encontraba ya cerca del hotel (Le Relais Normand) comenzaba a llover con fuerza. Saltó del taxi a la acera, una alta acera, y entró en el hotel. “¡Vaya! —pensó— comienzo bien”. Luego, con el paso de los días se daría cuenta de que no era para tanto. A lo largo de los trayectos malgaches llovió —sí, llovió en ocasiones— pero algo normal. Sufrió un tifón (muy cacareado en internet) en una de las ciudades norteñas, pero no fue para tanto. El viaje en este sentido transcurrió con cierta normalidad.

Esa tarde, porque era ya por la tarde cuando pisó Madagascar, no salió del hotel nada más que a dar una pequeña vuelta por los alrededores más cercanos: un breve recorrido de inspección, siempre necesario para ubicarse en el lugar. Al día siguiente, comenzaría oficialmente sus paseos por esta “descerebrada” urbe de más de millón y medio de habitantes. Ubicada, en parte, en laderas de pequeñas montañas y en sus valles correspondientes, tenía unas calles pendientes (sobre todo, la parte vieja), otras llanas, para patear sin descanso durante varios días. No estaría nada más que dos, antes de emprender la ruta por el país, pero volvería a ella en varias ocasiones. Como centro del país que era, de Tana (así llamaban a la capital en el país) partían las carreteras hacía todos los puntos cardinales y era necesario volver a ella: después de viajar por el sur e ir hacia el este, y de regreso del este para ir hacia el norte. Pisó Tana en tres ocasiones.


Antananarivo, desde una de las colinas

El segundo día visitó uno de los sitios ineludibles: el palacio de la Reina, o Rova, en la parte más alta de la ciudad, con unas vistas espectaculares (incluida una panorámica del lago Anosy, lago artificial en forma de corazón, con el monumento central a los caídos en la Primera Guerra Mundial). En su anterior visita al país, este viajero insatisfecho, ya había conocido el Rova, pero entonces, recién incendiado, estaba en malas condiciones, ahora, ya restaurado, ofrecía otro aspecto más bello, o más turístico. Durante la subida, la vida cotidiana de sus gentes se mostraba al visitante: tiendas o tienduchas que vendían de todo; personas en las aceras ofreciendo sus productos; mujeres lavando la ropa; niños corriendo y jugando,… En resumen, vida malgache. Las casas y edificios de las laderas, con sus rojos y oxidados tejados, y su estética, daban información sobre la dominación colonial, sobre la arquitectura francesa heredada después de muchos años de influencia y arraigo.


Palacio de la Reina, o Rova

A la bajada, recorrió el mercado de Zoma (ubicado al final de la Avenida de la Independencia, en el centro), con sus característicos parasoles blancos, donde el bullicio y la aglomeración de gente producía cierto impacto. 

Se encontraba absolutamente de todo, desde ropa a verduras, legumbres, artículos de costura, productos de limpieza, pintura, mercancías de ferretería, y las habituales “baratijas de chinos”. Paseó por la ciudad, donde los cambistas de dinero, los vendedores de artilugios y los mendigos abordaban al mochilero. “No, no y no”, era su recurso ante tanta insistencia.

Escaleras, bajando al mercado Zoma

Por la tarde, con la intención de reservar el billete para la salida de la ciudad (según le dijeron, era necesaria esta reserva), se acercaría a una de las estaciones de minibuses: bulliciosa, con un ambiente africano a raudales).
Al siguiente día, abandonaría la capital, rumbo hacía otras latitudes.

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31 de enero de 2025

Barisal, otro obligado destino / Bangladesh


Vendedor, en su chiringuito

La siguiente etapa bangladesí sería Barisal, y sus alrededores. El viajero insatisfecho va a hacer un breve repaso de su estancia en esta ciudad ribereña. Ribereña, sí (como casi todas), en este caso, del río Kirtankhola. Paseó mucho por este enclave, entre rickshaws y atropellada circulación, peatones, peatones y peatones; entre largas filas de puestos de fruta, y entre tenderetes de venta de té, cigarrillos (los bangladesís fuman como carreteros) y chucherías.

En uno de ellos, con la disculpa de tomar un té, se sentó tranquilamente dentro del chamizo con el vendedor, y puso en funcionamiento su cámara de grabar. Simpático vendedor pues, sin entenderse, mantuvieron una comunicación fluida de gestos, miradas y palabras incompresibles. Un rato muy agradable donde las gentes se acercaban a tomar su té, a surtirse del betel masticable, a comprar los cigarrillos sueltos... Observó sus caras, en muchos casos, sus barbas blancas o rubias, de color naranja, acompañó sus miradas y fue receptivo con las sonrisas que le dedicaban cuando, sorprendidos, le encontraban dentro del pequeño habitáculo del vendedor. Le ofrecieron cigarrillos. Aceptó uno, ante las sonrisas de los dos o tres allí presentes, y se alegró con ellos de compartir momentos entrañables.

¡Son buena gente los bangladesí!


Carroza en la calle

Barisal ofrecía pocos monumentos al viajero. ¡Ni falta que hacía! Alguna antigua mezquita: tronadora de mensajes del “muecín”, edificios envejecidos por la humedad, y poco más. Ofrecía, eso sí, su vida agitada, sus alrededores teñidos de verde, sus cursos de agua y su ancho río, afluente de otro más grande que, a su vez, lo sería de otro mayor. Un auténtico jeroglífico, amalgama de ríos. Este país era un monumental estuario.


El barco que le llevaría a Dhaka

Había llegado en bus, pero abandonaría la ciudad en barco, con destino de nuevo a Dhaka. En el Ferry Ghat tomó un barco de pasajeros y, como era relativamente barato, ocupó un camarote individual en el piso superior donde pasó la noche.

Al amanecer arribaría en Dhaka.

VÍDEO


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2 de enero de 2025

Khulna, y alrededores / Bangladesh


Horno para el chapati, y lugar de desayuno del V(B)iajero Insatisfecho

Llegó al aeropuerto de Jessore, a media mañana, pero su intención era dirigirse a Khulna, una ciudad cercana, mejor base —según referencias— para visitar enclaves con cierto atractivo.

Después del agobio de Dhaka (Daca) por la inestabilidad política, e incluso por problemas de seguridad, a pesar de los taxistas en el aeropuerto de Jessore le advertían de que no había trasporte público para ir a Khulna por las dificultades que atravesaba el país, encontró tanto en Jessore como en la ciudad de previsto destino una normalidad muy alejada de lo acontecido en la capital del país. Podría disfrutar de la estancia en Bangladesh por esta zona, sin falsedades ni contrariedades que fueran insalvables.

Y, sí, viajó a Khulna en un autobús público y entre una gente que le ayudó y mostró una gran empatía. Uno de los jóvenes pasajeros, al descender en la nueva ciudad, ayudó al viajero insatisfecho a encontrar un hotel que se adaptara a su presupuesto y voluntades. Y lo encontró. Una amplia habitación, limpia, con una cama grande y una espléndida terraza. Estar tan bien ubicado como estaba le animó a pasar unos días por aquella zona y explotar sus posibilidades. Era una gran población que debido al calor reinante no pateó únicamente andando, sino utilizando los rickshaw para desplazarse de un lugar a otro. Una de las tardes, llovió con gran fuerza.

Todas las grandes poblaciones, como estaba comprobando, tenían su gran río que las cruzaba, pero el hecho de salir al campo y transitar por su contorno era toda una experiencia visual. Empezó a darse cuenta en estas salidas por los alrededores de que el país era un verdadero delta, con gran desembocadura de ríos. Agua, por todos los lados. Agua, bordeando las carreteras; agua, en las fincas aledañas preparadas para la plantación de arroz; agua, en otras fincas, que eran piscifactorías; agua, en alguna de éstas, en la que se apreciaba un manto verde que era en realidad un producto utilizado como aditivo en las comidas. No conoce el nombre. Agua, agua y más agua.

Y todo estaba verde: árboles, lindes, orillas de los arroyos y otras extensiones más alejadas.

Visitó una población cercana, Bagerhat. Contrató un rickshaw, que lo acercó a varios antiguos templos diseminados por la zona. Entre ellos, la “mezquita de las sesenta cúpulas”, aunque el muecín o “rezante” en el interior, le dio una cifra más alta cuando le preguntó. Sensación de libertad surcando por todos los estrechos caminos, visitando pequeñísimas aldeas o asentamientos de únicamente tres o cuatro casas. Se palpaba la religión musulmana por todos los lados, aunque daba la sensación de que era distinta, menos estricta, quizás, que la creencia musulmana de otros países.


Mezquita de las "Nueve cúpulas"

Mezquita de las "Sesenta cúpulas"

Otro de los días se acercó a Puerto Mongla, desde donde era más fácil entrar en la Reserva Forestal de Sundorbon, muy afamada, pero para un solitario viajero, complicada de visitar. Se dio un paseo en barco por el río, y el centro de visitantes de la reserva le decepcionó: más animales enjaulados y paseo de turista por una ridícula selva. 

Uff.

Una bonita práctica ésta de conocer uno de los países más poblados del mundo, y —diría— ubicado en un verdadero estuario.


Atravesando el río, al regreso a Khulna

Copyright © By Blas F.Tomé 2025

14 de diciembre de 2024

Entrada en Bangladesh

 


Aterrizando en Dhaka, capital de Bangladesh

“El Gobierno de Bangladesh extiende el toque de queda y el país sigue incomunicado tras una semana de violencia”


“El Gobierno de Bangladesh ha extendido este domingo el toque de queda en todo el país por un día más, mientras se mantiene el corte de las comunicaciones, en un intento por contener la violencia derivada de las protestas estudiantiles que han dejado más de un centenar de muertos.

[…].

El corte de internet en todo el país ha impedido no solo el acceso a internet, sino también las llamadas telefónicas y los mensajes de texto, especialmente desde el extranjero. Los medios de comunicación digitales e impresos han estado fuera de servicio durante días y solo los canales de televisión vinculados al gobierno de Hasina se mantienen funcionando.

[…].

Hasta el momento 110 personas han muerto y varios cientos han resultado heridas en enfrentamientos entre manifestantes y fuerzas de seguridad desde el inicio de las protestas el pasado lunes, dos de ellas en la jornada de hoy”.


Estas noticias, que leyó el viajero insatisfecho cuatro horas antes de tomar el vuelo desde Taskent, capital de Uzbekistán, donde se encontraba, hacia Dhaka, capital de Bangladesh, le provocaron muchas dudas sobre la conveniencia de viajar a este país. Cuando ojeaba esta información, estaba esperando en el hall del hotel de Taskent dispuesto a llamar un taxi que le llevara al aeropuerto. ¿Lo haría?

Al final, después de muchas dudas, se dirigió al aeropuerto con intención de volar si le confirmaban el vuelo. Y voló.


Control del ejército, con tanqueta (se aprecia como gestó la foto en el espejo retrovisor)

Tomó un moto-taxi (de paquete, con mochila a la espalda) en el aeropuerto de Dhaka para dirigirse a un céntrico hotel, atravesando una ciudad tomada por la policía y el ejército. Controles y controles. Sufrió al menos siete controles de policía y ejército —soldados con el fusil en ristre— hasta llegar a su destino. Una ciudad vacía a las dos de la tarde. Algún coche incendiado por las avenidas que cruzaban; un control de acceso a una autovía totalmente destruido por las llamas; toda la fachada de un edificio oficial incendiado; una docena de coches circulando en una ciudad de varios millones de habitantes, y los comercios cerrados. Raro, rarísimo en una ciudad con fama de bulliciosa y masificada.

Tuvo tal sensación, que ni se atrevió a sacar el móvil y fotografiar el ambiente. Se sentía controlado y vigilado. No era el mejor momento de tomar fotografías a soldados y policías.

Un ambiente desolador.


Coches incendiados

Control de autovía, incendiado

Se recluyó en su apestoso hotel toda la tarde y toda la noche, y vería a ver qué hacía al día siguiente.

En esa jornada posterior, que comenzó con un té con leche caliente en un chiringuito callejero, conoció al médico gerente de un céntrico y famoso hospital que, frente a unas cervezas ilegales (producto prohibido en el país) en un club social cerrado, le aconsejó que abandonara Dhaka y fuera a otra ciudad. El resto del país, aunque mantenía restricciones, estaba mucho más tranquilo, le dijo. Los autobuses, trenes y barcos no funcionaban y la única salida posible sería por el aeropuerto.


Tomando soluciones, ante unas Hunter (cervezas). Al fondo, el motorista-taxista

Eso hizo. Tomó un vuelo de 25 minutos (o menos) a la ciudad de Jessore, donde encontró cierta normalidad.

Fin de la estancia en Dhaka.

Copyright © By Blas F.Tomé 2024

1 de diciembre de 2024

Taskent / Uzbekistán


Torre de comunicaciones de Taskent

Al final de este recorrido por Uzbekistán, le tocaba el turno a Taskent, su capital. Fue el colofón de este viaje, y el punto de partida hacía otros horizontes. En esta capital uzbeka sintió, más que en ninguna otra, el poderío soviético por sus años de dominación: grandes avenidas, muchas de ellas desnudas de viandantes, grandes edificios de cemento y construcciones asépticas y con poco estilo. Era verdad, que también estaban floreciendo edificios modernos al estilo de todas las nuevas capitales mundiales. También contenía, como el resto de las ciudades del país, mezquitas, madrazas, minaretes y bazares, pero mucho más diseminados.

El viajero insatisfecho llegaba en un microbús desde el valle de Ferganá y había reservado un hotel barato, que estaba dentro de un club deportivo muy al estilo soviético: grandes extensiones de pistas y campos de entrenamiento. El hotel era una especie de residencia para deportistas, se llamaba Pakhtakor Athletics Hotel. Nada que objetar sobre éste: limpio, bien acondicionado y amplias habitaciones.


Estación de metro, en Taskent

Para moverse por esta gran ciudad, utilizó habitualmente el metro. Un sencillo medio de transporte, con pocas líneas, pero muy práctico para las grandes distancias entre los diversos puntos interesantes o más simbólicos. Según referencias (no conoce Moscú), el estilo y espectacularidad de las estaciones tenía mucha herencia soviética, y se parecería al moscovita. Durante muchos años no se permitió fotografiarlo pues se consideraba un enclave militar. Esta anécdota “de prohibición” habría que ampliarla también a la torre de comunicación de Taskent (famosa por su arquitectura y estética), otro de los puntos de interés.

Durante los tres días que permaneció en la ciudad, hizo muchos recorridos en metro, pero también pateando avenidas casi desiertas. Visitó el mercado más famoso: Chorsu Bazar. Era el más grande de la ciudad, pero además el más antiguo de toda Asia Central, databa de siglo XVI, y es enorme. Tenía un edificio circular cubierto, pero el bazar se extendía por todas las calles aledañas integrando un conjunto de mercadeo masivo.


Chorsu Bazar

Recorrió la plaza de la Independencia y jardines y plaza Amir Temur. Todo este conjunto, presidido por la estatua de Amir Temur.

En unos grandes jardines (no recuerda el nombre) frente a una llama eterna se alzaba el “monumento a la Madre que llora”, un moderno conjunto, alzado en honor de los soldados uzbekos fallecidos en la II Guerra Mundial. En otro punto, se encontraba el “monumento al Terremoto”, en homenaje a los hombres y mujeres que reconstruyeron la ciudad después del terremoto de 1966; para este mochilero, desconocido o no recordado. Y punto y seguido a algunas madrazas, a monumentos muy al estilo soviético, a extensos jardines y amplias avenidas.


Estatua a Amir Temur

Una ciudad para dedicarle unos días, y agotarse si lo que se pretendiera fuera hacer rutas como valiente caminante. 


Monumento a la Madre que Llora


Monumento al Terremoto

Copyright © By Blas F.Tomé 2024

14 de noviembre de 2024

El valle de Ferganá / Uzbekistán

Un tren nocturno, que avanzaría por llanuras y montañas durante 14 horas, le llevó de Samarcanda a Andiyán, en pleno corazón del llamado valle de Ferganá. “¿Dónde está el valle?”, se preguntaría después de haber recorrido kilómetros y kilómetros por éste. Era más bien una gran llanura fértil, no tal valle, pues las montañas existentes, que lo delimitaban, se divisaban en un lejanísimo horizonte.

Gran mezquita de Andiyán

El destino final del tren fue Andiyán, ciudad que visitó en un solo día. Nada especial encontró en ella. Una población más, centro de la producción de automóviles de pasajeros, supuso de Chevrolet (no lo comprobó) pues el país estaba invadido por la marca. Después de la segunda noche, decidió trasladarse a Ferganá, ciudad de la que tomaba el nombre el valle. Un taxi compartido (realmente barato, tan barato que no merecía la pena esperar al transporte público) le acercaría. En este trayecto, pudo observar la gran capacidad productiva de la zona y comprobar por qué se había convertido en el centro de agricultura de la región.

Históricamente, este valle fue testigo de numerosos enfrentamientos, unos internacionales y otros nacionales, y muchos conflictos étnicos. También, aquí había nacido el Movimiento Islámico de Uzbekistán, un grupo islamista radical. Todo esto mezclado como en un cóctel, hacía entendible que en los últimos años pocos viajeros se hubieran acercado por allí. El viajero insatisfecho no vio ningún problema étnico, ni conflicto alguno, más bien unas gentes agradables que miraban al extranjero con extrema amabilidad.

Ferganá era una ciudad amigable, una gran población de grandes avenidas, jardines, grandes edificios, y un bonito mercado, muy organizado y limpio, por el que paseó relajadamente durante toda una mañana.

[Uff. ¡Cómo recuerda, en particular, los bonitos y ricos panes que se elaboraban por allí!].


Panes elaborados en el valle de Ferganá


Horno (similar a una gran vasija) donde preparaban los bollitos rellenos de carne

Fundada en 1876, según citaba la información consultada, era el hogar de una gran comunidad rusa y centro regional de extracción de petróleo (este mochilero no se percató de esta peculiaridad). A parte de todo esto, y de la muy posible exploración visual del valle, estaba la cercana población de Margilan, el centro de producción de seda más importante de todo Asia Central. Aquí se podía apreciar por qué esta región era parte de la cacareada ruta de la Seda. Visitó una fábrica y pudo conocer el proceso completo del tratamiento de la seda, desde los gusanos y los capullos hasta la confección de telas.

Extracción del hilo de seda de los capullos


Telar tradicional para la confección de telas de seda

Hay otras ciudades importantes en el valle, como Kokand o Namangan, pero no las visitó. Desde Ferganá tomó un autobús directo (aunque con paradas, claro) hasta Taskent, capital del país.

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2 de noviembre de 2024

Shahrisabz / Uzbekistán


Estatua de Amir Temur y, al fondo, el palacio Ak Saray

A unos 80 kilómetros de Samarcanda estaba la ciudad de Shahrisabz (complicado, tanto su escritura como su lectura). Esta distancia se hacía en unas dos horas, teniendo que subir y bajar un puerto de montaña. El viajero insatisfecho tomó un taxi compartido, al lado de la plaza de Registan, en Samarcanda, e hizo la excursión en un solo día, sin hacer noche en la ciudad. Volvería a Samarcanda por la tarde. Era la ciudad natal de Tamerlán, Amir Temur, fundador de la dinastía de los temúridas.

En el año 2000, la Unesco catalogó, a varios sitios de Shahrisabz, como Patrimonio de la Humanidad. Allí, se encontraban las ruinas de lo que, entonces, iba a ser un gran palacio, de ahí el interés.

El taxi compartido le dejó a las puertas del complejo (el antiguo palacio, una mezquita, una madraza y la estatua del Tamerlan) que era lo único interesante de la ciudad. Un amplio jardín englobaba todo lo más turístico.

Comenzó visitando lo que quedaba del palacio Ak Saray, que Tamerlan mandó construir, en 1380, como una demostración de su poder: quería que fuera el más grande del mundo y, por los muros y los arcos que quedaban, bien podría haberlo sido. Permanecía en pie poco de él, excepto fragmentos del gigantesco pishtak (portal de entrada), cubierto de mosaicos, y sin restaurar.

La verdad, era un poco decepcionante, a pesar de sus voluminosas formas.

Luego, después de admirar la estatua de bronce de Tamerlán —supuestamente, estaría en el centro del antiguo palacio y, ahora, en el centro de los jardines— y tomarse unas fotos con este “dueño —ahora, estático— del mundo, en el siglo XIV y XV”, paseó hasta una mezquita (Kok-Gumbaz) y al mausoleo (Dorus Siyadat), donde se encontraba la tumba de Jehangir, el hijo mayor de Tamerlan, y su favorito, que murió a los 22 años. También, la cripta de Tamerlan, ahora, ocupada por dos cuerpos sin identificar.

Paseo hasta la entrada del complejo, soportando el tremendo calor que hacía en aquella explanada con jardines y árboles, pero no suficientes para dar efectiva sombra, y regreso a Samarcanda.


Mezquita, en el Dorus Siyadat

Cripta de Tamerlan

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