[Los malgaches madrugaban, y la actividad,
sobre todo en las pequeñas poblaciones, comenzaba temprano].
¡Qué
calor hacía en Morondava! Llegó a primeras horas de la tarde. La ciudad, a
orillas del mar, era un verdadero horno. Con ese calor que penetraba en el
interior de la piel y costaba desprenderse en las noches. ¡Qué difícil era
conciliar el sueño!
Aunque, también, cayeron varios chaparrones que dificultaban los movimientos y paseos en el día.
Esta
ciudad tenía una extensa playa donde llegaban los pequeños barcos con sus pocas
capturas, durante la semana, y donde salían a disfrutar los lugareños, los
fines de semana. Solamente, el domingo pudo observar grandes grupos de
personas, y familias, disfrutando del relax playero. El hotel Menabe, donde se
hospedaba, pertenecía a un empresario o familia musulmana. Había muchos lugares
musulmanes en la ciudad y se hacía difícil conseguir una cerveza. En otros, en
especial en uno donde comió uno de los días, la tenían en abundancia, y muy
fresquita.
La
visita a Morondava tenía como objetivo principal conocer la Avenida
de los baobabs, donde se encontraba la mayor concentración de la
especie más grande de baobabs del mundo: los Adansonia grandidieri. Según la leyenda —los lectores de estos
escritos seguro que la conocen— los baobabs eran muy presumidos, por su
hermosura y majestuosidad, y no paraban de crecer, siempre por encima de otros
árboles. Los dioses, molestos por su actitud —y para “bajarles los humos”— les
dieron la vuelta, dejando las raíces al aire. De ahí su aspecto, sobre todo
cuando pierden la hoja.
También,
eran los árboles odiados por el Principito (El
Principito, de Saint-Exupéry) porque hacían peligrar su asteroide.
Bueno, independientemente de la leyenda y relato, esta avenida componía uno de los paisajes más impresionantes de todo Madagascar.
Contrató
un rickshaw motorizado para que le
acercara al lugar (80.000 ariarys, unos
16 euros), distante de la ciudad unos veinte kilómetros, y poder apreciar lo
que era un paisaje espectacular: grandes baobabs a ambas orillas de un camino,
y también salpicados entre el paisaje cercano. Por este camino/avenida de
tierra circulaban animales, personas y bicicletas, diseñando por sí solos naturales
y preciosas instantáneas. Pasó la mañana recorriendo la zona. Se acercó,
también, a un lugar —alejado— donde habían crecido unos baobabs unidos,
“enamorados”, por su original composición.
Desde Morondava, intentaría ir a Bello-sur-Mer, una población de pescadores, —el libro/guía lo definía como interesante— pero no había transporte todos los días y, precisamente, el día pretendido no existía tal.
Siguiente destino: regreso a Antsirabe.